(viene de la edición anterior)
El desocupado
(monólogo teatral)
“Yo soy solo un barrilete al que un mal viento puso fin. No sé si me faltó la fe, la voluntad O acaso fue que me faltó piolín.” Eladia Blázquez
Cuando recién llegó traía toda su ropa impecable, traje, piloto, sobretodo, un montón de pantalones y camisas del estilo sport elegante. Usaba barba recortada, prolija. Siempre alegre, con la sonrisa que le iluminaba toda la cara, los ojos brillantes, con chispitas de alegría y en su boca siempre una canción. Cuando se levantaba era un tema de amor, pero cuando estaba triste era un tango, recordando a:
“Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver
no habrá más penas ni olvido…”
Porque era más porteño que el obelisco, la calle Corrientes, el asfalto, los cafés y las charlas con los amigos. El domingo a las carreras de caballo en Palermo con el hermano y luego un asado o tallarines, todo en familia.
Como casi todos en este pueblo del Oeste pampeano, era un transplantado.
Soy un lirio entre las piedras y la sal de este desierto- decía-
Muchos vinieron tras la quimera del dinero fácil. Este es un polo de desarrollo. ¿Sabés que dan muchas facilidades, que hasta es posible que les den la vivienda?
Otros, como él, por un ideal. Que aquí se van a poder realizar esos sueños locos de un pueblo joven, con un hombre nuevo. Este es un pueblo joven, pujante, con ganas de hacer. Porque en contacto con la naturaleza el hombre es más sano, más bueno. Porque en el campo no existen la maldad, ni la competencia, ni la violencia de las grandes ciudades.
La mayoría de los que vinieron están con un pie aquí y el otro levantado, esperando el regreso. Como los inmigrantes que vinieron a hacer la América.
Son unos años, nomás; trabajo duro y después vuelvo a mi tierra, con mi familia y los amigos que me esperan.
En la distancia, el terruño es lo más bello, es el hogar que siempre nos espera con los brazos abiertos. Tararea un villancico navideño:
“El hogar es dulce abrigo
cuando todo nos va mal.
Es un viejo y fiel amigo
Siempre sabe perdonar.”
Él llegó cuando había pasado la época de oro del pueblo, aquella en que los capitales se volcaban al sur, a esa Patagonia que había que poblar.
No sé por qué se sigue con eso de poblar la Patagonia. Igual que en la época de Sarmiento, que decía “poblar para crecer” y la Patagonia estaba llena de indios. Pero claro, para Sarmiento los indios no eran pueblo. Pueblo eran los europeos o yanquis que venían a civilizar a los bárbaros.
Ahora lo hacen los porteños o los provincianos. Te hablan de países desarrollados (y por supuesto, civilizados) y nosotros subdesarrollados, como si uno dijera infradotados, menores, inferiores a ellos. Pero te lo repiten por la radio, los diarios, la TV, y a la larga uno se lo cree. A veces subimos un escalón, entonces te dicen “país en vías de desarrollo”.
Ceba un mate y le habla mientras atiza los leños de la chimenea.
Sí, es la nueva conquista del desierto. Son los mismos blancos que van despojando a los descendientes de los indios del pedacito de tierra que aman y de su propio modo de vida, su cultura.
Entonces, ya había pasado el entusiasmo inicial de fundar este pueblo del oeste, que iba a llenar de verdor el desierto, con chacras y colonos sintiéndose pioneros. Tal vez por eso fue tan difícil conseguir trabajo. Porque al que tenía uno no le alcanzaba para vivir. Entonces eran dos, tres, y hasta cuatro empleos, o dos del Estado y otro independiente. Para muchos era mantenerse aquí y mandar allá el resto del sueldo, a construir la casa en su tierra, para cuando regresaran.
Cuando él llegó, la competencia era la moneda corriente.
Esto parece la ley del gallinero: el de arriba caga al de abajo, decía mientras le daba de comer a las gallinas. Porque se había transformado en un filósofo. Miraba la tierra, los animales y pensaba en voz alta.
Es que éste es un pueblo de empleados públicos. El laburito hay que mantenerlo a toda costa. Si surge otro es para el conocido, el amigo, el pariente. También estaban los que habían decidido radicarse. Entonces todo quedaba en familia, las viviendas, los trabajos, las posibilidades de crecer. Y a los demás…
-¿Sabés que me dijo? “Si no te gusta, te vas…”Eso sí, éste, al menos es franco. Porque los demás te ignoran, te hacen el vacío.
Entonces tararea:
“Odio quiero más que indiferencia
Porque sólo se odia lo querido.”
Pasaron los meses. Las posibilidades de trabajo eran para otros, no para él. Su mujer consiguió un empleo del Estado. Cuando los dos estaban desocupados, el problema era el hambre, la desesperación por comer algo, pescar o cazar, subsistir de changas. Pero ambos compartían lo mismo: soledad y desamparo.
Cuando ella comenzó a ir todos los días a trabajar, él quedó cuidando a los chicos, preparando la comida, lavando pañales. Él, que en Buenos Aires tenía su departamento impecable porque venía la señora a hacerle la limpieza, llevaba la ropa a la tintorería y sabía lo que era tener su propio dinero, comenzó a sentirse un desocupado.
-Soy un jubilado a los cuarenta y cinco años. Ahora tomo mate y miro por la ventana.
Recorre los avisos clasificados del diario: todos piden hasta 35 o 40 años y en este pueblo, para portera, una mujer tiene que tener, como máximo, treinta años.
-¿Es que a los cuarenta y cinco ya soy un viejo?
Juntos se fueron yendo su pulcritud y su alegría. Los demás lo miraban, le contaban sobre su tercer trabajo, lo que comprarían con su sueldo. -Este mes me compro el secarropas- dice uno con orgullo.
-Claro, porque aquí, en el desierto pampeano, donde nunca llueve, es imprescindible -comenta sardónico.
Escurre los pañales y los cuelga medio amontonados. Se nota su falta de costumbre.
Si uno lava la ropa y se seca en quince minutos.
Pero el secarropas aquí es indispensable, je.
Mantiene su ironía, eso sí, pero la alegría se transformó en sarcasmo.
Igual que en los altos edificios de las grandes ciudades, no hay un pedacito de aire libre.
“¿Sabés que me anoté en el plan de ahorro? Primero me compro el televisor a colores y luego la video, para que mis hijos puedan ver las mejores películas”.
Total si aquí no hay un solo cine para el conjunto. ¿Qué importa si yo tengo mi video propio? El que no tiene, que se joda.
Él ya no dialoga. ¿Con quién? Mientras prepara el almuerzo se pregunta y se contesta, cambia de voz mientras imita a los interlocutores.
-“No, si el dinero no me alcanza”.
¿Cómo va a alcanzar para comprar toda la chatarra envasada que nos venden de EE.UU. o Japón? El último aparatito electrónico, el radio grabador último modelo, el que allá hace cinco años no le venden a nadie, porque hay más sofisticados.
Sus amigos…
¿De qué amigos me hablás? Amigo es una palabra muy grande, conocidos nomás, conocidos.
Sus conocidos comentan sobre la filosofía de trabajo. No se lo dicen directamente, pero lo hacen sentir un vago, un chanta.
Les parece que yo no laburo. Si desde que me levanto, limpio la casa, preparo el desayuno, lavo pañales, cocino, lavo los platos. Además, hacho leña, soy plomero, electricista, mecánico.
“Vos sí que la pasás bien”
No, si yo no trabajo. Me rasco la oreja de la mañana a la noche. Lo que pasa es que nadie paga por el laburo de amo de casa.
¿Cuánto saldría si yo tuviera que comprar la comida hecha? ¿Si enviara la ropa a la tintorería o pagara por lavado y planchado? ¿Si vinieran a hacer la limpieza? ¿Cuánto se paga por una hora de niñera? No, si esto no es trabajo… Es mi hobby, nomás…
“¿Qué hacés vos todo el día sin hacer nada? ¿No te aburrís?”
“Aquí no trabaja el que no quiere. Si no, uno se va a la cosecha”
…No saben lo que es la cosecha, los que te lo dicen. Nunca fueron a trabajar en ella.
El sí, porque también lo hizo. Estuvo en la siembra y la cosecha del tomate, también en la de manzana.
¿Sabés por qué emplean a la mujer con los chicos para el tomate? Le pagan a ella nomás, claro, porque hay una ley que prohíbe el trabajo de los menores. Pero los dueños del pueblo tienen chacras con tomates y saben que sólo ellos pueden agacharse bien para arrancar la fruta madura de la mata. Pero los que tienen que hacer cumplir la ley se hacen los sotas. Si no hay mejor ciego que el que no quiere ver.
Basta con ir a las escuelas rurales el primer mes de clases y averiguar qué hacen los chicos que faltan esos días: Están en plena cosecha.
Sabe por experiencia lo que es cultivar y cosechar para otros, para recibir tan poca paga y tanto cansancio que sólo quedan ganas de comer y dormir.
Te explotan tanto que ni te quedan ganas de hacer el amor. ¿Es que ese es el único camino que me queda?
A veces se pone su ropa de Buenos Aires, los pantalones blancos ya gastados, el traje con algunas manchas. Había conseguido un trabajo algunos días por semana, a cuatro horas de distancia, pero iba contento, hablaba con otra gente, tenía una motivación para arreglarse. Era el oxígeno que le permitía hacer las tareas domésticas. Pero ese laburito también se le cortó, por otras razones. Porque a las instituciones no les interesa el hombre concreto, real, que necesita la dignidad del trabajo, y al que lo tiene y acapara más, tampoco.
Me estoy volviendo loco de hablar sólo conmigo en estas horas y horas de estar en la casa. ¿Quién me escucha? ¿Las pibas? ¿El perro? ¿Los gatos?
En la radio un funcionario habla sobre la importancia de la privatización de las empresas públicas, sobre la racionalización del empleo.
Palabras, palabras. Es todo verso. Éstos lo que te quieren decir es que hay que echar empleados públicos, como si el problema es que hay demasiados. Y lo que hay que hacer es sólo organizarlo. Como si en Argentina no hiciera falta más producción, más teléfonos, gas o caminos.
“Si aquí sobran los teléfonos”, decímelo a mí que cuando quiero hablar nunca funciona, o está roto, o no hay fichas en el otro…
Como si no faltaran enfermeros o maestros… Pero cuando éstos te hablan de empleados públicos parece que sólo piensan en burócratas de oficina, que sólo toman café y llenan planillas.
Apaga la radio, ceba un mate y murmura:
Cómo te hacen creer que es mejor la desocupación, la miseria, la locura del hambre…
Parece tan fácil… Si te dan trabajo, se compra más, las fábricas reabren las puertas porque se puede comprar su producción. Y además, ¿quién se acuerda de mí? De mi dolor, de mi soledad.
Se va afuera cantando:
Cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar.
Cuando estés bien en la vía
sin rumbo y desesperao…
la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás…
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.