(viene de la edición anterior)
Clodomiro
Anoche Julio llegó tarde, una reunión pesada con la otra docente, todas las jefas y los alumnos.
-¿Sabés que me dijo una? Que cuando llegó a dar clases, cuando yo me fui, faltaban lijas. Que eran tres lijas, que cada una valía cinco pesos-
-¡Qué bajeza, Julio! Te van a combatir igual que a mí. Como esa mina sabe que su capacidad de laburo no es la tuya, te va a atacar bajo.
-Pero yo no soy vos. A mí no me van a acusar de algo que no hice. ¿Por qué tenés esa cara? ¿Comiste algo?-
-Sí, un poco de trigo.
-¿Y las nenas?
-También trigo y leche de soja. Además el abuelo me prestó diez pesos, con eso tiramos hasta el lunes.
-Ya mismo matamos a Clodomiro. Sólo yo te veo la cara y sé que lo que tenés es hambre.
-Puede ser.
Pero después de hacerlo a Clodomiro hervido, que era gallo viejo, dormí y dormí. Me levanté con dolor de muelas.
-¿Será por masticar el gallo? Creo que es por toda la agresividad guardada, todas las broncas reprimidas.
-Mamá, cuando vos masticás mucho, ¿no te dan ganas de gritar y morder?- me pregunta Guadalupe.
-Sí, Guby-
Me sonrío y pienso en Wilhelm Reich y los anillos de energía. En las mandíbulas está la rabia. Por eso los macrobióticos dicen que hay que masticar cada bocado treinta veces, porque cuando la agresividad se centre en el lugar de la boca, tendremos menos en el alma.
-A mí me duelen también las mandíbulas de tanto masticar- comenta Julio. -Es la falta de costumbre. Si no masticamos nunca, no hay carne, ni pan, todo blandito, arroz, trigo, salvado. Mirá los dientes que tengo de tanto comer carne, cuarenta y siete pirulos y todos los dientes son míos.
-No es casual que ahora se me haya podrido la muela por el hambre. Es igual que en el embarazo. Cuando el cuerpo no tiene comida, saca de sus reservas, lo primero que usa el cuerpo son los dientes. “Cada embarazo es una carie”, decían por ahí.
-Pero yo pasé este febrero lo mismo que vos y no se me carió nada.
-Cuando vas a trabajar, comés. Con los abuelos del asilo o en la casa de tu jefa.
-Vos no comés porque no querés. Ahí tenés los pollos dando vueltas.
Durante años de hambre los pollos estaban como las vacas sagradas de la India. Intocables. Es que uno les pone nombre, los conoce, sabe su personalidad.
Clodomiro era el gallo más antiguo. Doña Dora se lo había vendido a uno de los muchachos del vecino. Este nos lo volvió a vender cuando en el pueblo les prohibieron tener gallinas. Un gallo grandote, rojo, brillante, con algunas plumas verdes, precioso. Se peleaban con Claudio segundo, el hijo de nuestro primer gallo.
Estaba la experiencia del primer año aquí, el verano con hambre y calor, cuando aún estaba la cooperativa, Diego y nosotros, Guada chiquita, Raitrai ni asomaba. Un día era tanto el calor y el hambre que decidimos comer un pollo. Eran chiquititos entonces y flacos, muy flacos, como nosotros.
-Yo lo mato- dijo Julio.
Eran siete pollitos cuando los compramos, la inversión de Julio para una chacra. Pero comprados ya en el verano, lo único que hacían era comer y comer. Yo venía de alimentación naturista de años. Julio y Diego nada que ver. Pero Julio los había comprado y los amaba. Él lo mató. La traje a Guada conmigo para que ninguna de las dos viésemos sangre. A Diego le daba asco ver pelar el gallo. Entonces quedó Julio sólo. Puse el agua para hervirlo. Julio vino serio y verde de pelarlo.
-A mí me toca siempre bailar con la renga -había dicho- Pobrecito, parecía una paloma, chiquito e indefenso. A mí me tocan las peores.
©Lo hervimos y comimos todos, un poquito, apenas, huesito con carne. Menos Julio, que vomitó al rato. Nunca más comimos un pollo. Como las vacas sagradas de la India. Caminaban, daban vueltas. Sí comíamos los huevos. Primero se animó Julio con el blanco y negro, un gallo precioso, blanco con partes de las plumas con pintitas negras y en un puntillismo delicadísimo se transformaban en un negro total.
-Enfrentamos el tabú- me dijo Julio, cuando lo mató a Clodomiro, persiguiéndolo con la ayuda de Guada.
Yo pintaba el techo con aceite, sin mirar.
Raitrai lloraba a los gritos.
-Mamá, yo me asusto.
-Vení, Raitrutru, quedate conmigo.
¿Qué le explico? Pensaba yo. ¿Cómo le explico lo que significa matar a otro?
Julio hizo el gallo asado muy rico, pero terminamos hablando sobre los de la cordillera que se comieron a los amigos. En el fondo ambos lo sentíamos un poco así. Lo de Clodomiro para mí fue muy triste. Hubiera preferido regalárselo al abuelo que no tenía gallo para sus gallinas. Lo peor es que se lo dimos y regresó a casa. Quería volver con nosotros. La muerte de Clodomiro la sentí una matanza. Aún con un día de hambre. Lo comí, lo mastiqué pensando cómo se debe haber sentido traicionado, que tiene que haber largado toda la adrenalina. A la mañana siguiente me levanté con la cara hinchada.
-July, es un flemón en un colmillo, último colmillo que me queda. Ya me sacaron todos, creo que en ellos está la agresividad. Por eso no me sé defender.
El león del barrio universitario
No me puedo meter a fondo en el tema de la detención, es mi traición y por eso es lo que más me hace mierda. Sé que tengo que limpiar el aura. Sacar las sombras para que mi interior se llene de luz.
“Recorrerse
baldosa por baldosa,
rincón por rincón,
y no ocultarse las mentiras sino cantarse las verdades.” Mario Benedetti
Como cuando me agarra la etapa “lustril”, la necesidad de limpiar todo, absolutamente a fondo. En Villa Floresta, me dieron a limpiar los baños, la tarea considerada más humillante. Y sentía que era sólo el contacto con el agua. Y el agua limpia da paz.
“¡No se olvide de limpiar la rejilla del piso! No tiene que quedar ni un solo pelo”, me decía La caba, una viejita fanática de la limpieza, la única que había quedado de la época en que la cárcel estaba a cargo de las monjas.
-¿Limpió detrás del inodoro? Porque ustedes se olvidan siempre. Claro, como no se ve; acá el piso está húmedo. Ya le dije que tiene que pasar tantas veces el trapo de piso hasta que no quede ni una gota de agua-
-Pero es que detrás de los artefactos no entra el secador-
Se inclina y pasa el trapo con la mano:
-¿O usted tiene algún problema en doblar la espalda?
Lavar la ropa, pasar el trapo, me limpian.
-Por eso esta casa tiene tanta grela -dice Julio.
Es tanto el dolor que me produce recordar que ni puedo comenzar.
¿Por dónde? ¿Por el ’74? Cuando empezaron los fachos a recorrer en auto las calles que rodean el Barrio Universitario ametrallando por cualquier lado. Recuerdo esa noche que venía caminando con esa pareja con una beba. Sería la hora del anochecer. Pasan dos autos rapidísimos y sentimos una ráfaga de ametralladora. Lo único que me queda de entonces es la angustia en la panza, tirados en el suelo, la beba llorando sin entender nada. Pasaron los autos. Ellos se fueron a su departamento. Yo no podía caminar, mis piernas eran sólo un temblequeo.
O aquella vez que Lily, Liliana Gómez, mi compañera de habitación de la casa 14, rubia y delicada, estudiante de no sé qué ingeniería fue a estudiar Matemáticas con el Tucu, el compañero norteño. O a lo mejor era “Análisis Matemático”, filtro de esas carreras. Era de noche. Llamaron a la puerta de la casa 13. Creo que no abrieron pero no recuerdo cómo fue que lo llevaron entre varios a la rastra. El Tucu forcejeando se pudo salvar pero le tiraron unos balazos y lo hirieron. Los compañeros de la casa lo llevaron al hospital. Al ser heridas de bala llamaron a la cana. Como entre sueños, recuerdo haber ido al hospital y ver al Tucu, flaco y lleno de vendas y gente de uniforme al lado. Luego, una noche pudo irse, me contaron. La que se fue, también de la casa, el Barrio y Bahía, fue Lily.
Después se fue a estudiar a otra ciudad y terminó Arquitectura, me contaron alguna vez.
Toda esa época es un largo sueño. Como si fuera todo a un ritmo demasiado acelerado. Como si fuera una película, la vida comunitaria, la alegría, las guitarreadas. “¿Armamos una guitarreada esta noche?” El sábado a la noche podía llegar a ser totalmente “depre” sin guitarreadas o bailes.
-Dale, vos te vas a las casas de los chicos a buscar los guitarreros y les decís que está lleno de chicas. Y yo voy por los departamentos de las chicas y les digo que ya vinieron todos.
Prendíamos las luces. Poníamos el Winco bien fuerte. Los Beatles, Serrat.
Después, todo es nebulosa. Parece todo tan de golpe… Una imagen tras otra que es como si pasara una de esas películas viejísimas, tan terriblemente rápidas y a los saltos. Recuerdo el agotamiento, la tristeza y la angustia rondando. Que se tapaban las ventanas con frazadas en los departamentos que daban a la calle por los tiroteos de los fachos. Poco a poco se van yendo del barrio los estudiantes más queridos.
Aún no sé si soñé, si fue una pesadilla o una vez la vi a la compañera del Tlaca, Aldo Malmierca, el compañero de la casa 13. Ella me dijo que lo habían tirado desde un helicóptero en Tucumán, despedazándolo. Primero una mano, después la otra. Un pie. Una oreja. Me parece que no puede ser que ella, flaca, con los ojos abiertos, cavernosos, me contara eso. Si el Tlaca era el que había inventado el aparato para hablar hasta casa, tipo, teléfono, al que lo habían bautizado “Albatros” que era puro ruido, no se escuchaba absolutamente nada más que ruido, pese a los cablecitos y todo eso.
-¿No sería mejor con dos latitas con un piolín? -lo cargaban.
Él, serio, miraba y decía que el problema era la conexión de no sé qué con no sé qué cosa…
Vivimos en tiempo de guerra, pensaba entonces. Como ahora, que siento también que se van acelerando los tiempos. Que cada cosa hay que vivirla intensamente hoy porque no sabemos qué será de mañana.
Como un hito recuerdo cuando envenenaron al León, el perrazo tan compañero que era la compañía del sereno. Resulta que el laburo del sereno era pago, y lo hacíamos varios, rotando los horarios. En una época era solamente recorrer de noche, cada media hora, con una linterna y el León, tan silencioso como un gato, grandote, peludo y cálido.
-Darío, ¿a vos te parece que León cuida algo? -Fijate que si ve alguien desconocido, ladra.
Entonces no era un ladrido sino un rugido de león. Asustaba a cualquiera. Después seguía durmiendo. Era un perro viejo. Medio ciego. Sordo de una oreja que se le había llenado de bichos, una de las tantas veces que lo quisieron envenenar. Cuando murió… Esa vez ni siquiera las inyecciones que fue Darío a comprar, vomitivas, carísimas, que todos juntamos en colecta solidaria enseguida. Ni eso lo salvó.
-Es alguien del barrio. Ningún desconocido se le hubiera podido acercar -lloraba Darío. Era su mayor dolor.
Hasta le hicimos masaje cardíaco. No creo que haya llegado a la respiración boca a boca, pero seguro que si eso lo salvaba, también. Recuerdo cómo lloramos. Pero también recuerdo al compañero chileno que dijo:
-Yo no los entiendo a ustedes, los argentinos, cómo lloran así por un perro. Nosotros, en Chile, después del golpe, sí sabemos por qué llorar.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.


